Un día, el pirata Brutus despertó de la siesta.
—Tengo ganas de jugar con mi tesoro –exclamó.
Tantas ganas tenía que se puso el sombrero al revés y saltó de la hamaca. Fue derechito a buscar su tesoro, pero no lo encontró.
Así que Brutus subió a su barco pirata y navegó alrededor de la isla.
Luego se acercó a una orilla y se bajó. Justo ahí, medio escondido en la arena, había un cofre chiquitito.
Lo abrió de un soplido. Dentro encontró un montón de caramelos y unas monedas de chocolate.
—¡Éste no es mi tesoro! —protestó Brutus.
Y siguió caminando. Dio la vuelta a una palmera. Entonces, de la rama más alta cayó un cofre bastante grande.
Brutus lo abrió con uno de esos gritos de pirata que destapan lo que sea. Metió la mano y sacó cocos de oro y plátanos de plata.
—¡Tampoco es el tesoro que busco! —gruñó malhumorado.
Así que Brutus emprendió viaje nuevamente, cruzó la selva varias veces porque se perdió, aunque era muy orgulloso y no lo quiso reconocer, hasta que, de repente, tropezó con un loro parlanchín que le recitó:
—¿Qué es una cosa que empieza con T y rima conmigo?
El pirata no podía perder el tiempo en adivinanzas, por eso, acertó a la primera y el loro tuvo que entregar el premio.
Un cofre enorme.
Brutus abrió el tesoro de un cabezazo y dentro vio las estrellas, la Luna y un cubito de hielo para el chichón.
—¡Este tesoro ni lo conozco! —se impacientó.
Así que se alejó corriendo, trepó a una montaña de caracoles y algas hasta que alcanzó la cima. Ahí, debajo de una piedra, descubrió un cofre gigante.
Brutus lo abrió de una patada; con la pata de palo, claro.
Dentro estaba nada más y nada menos que el Sol, y de un rayo luminoso colgaba una etiqueta que decía: ―"Señor pirata Brutus, éste es el tesoro más inmenso que existe, no va a encontrar uno mejor."
—¡No me interesa! —chilló el pirata— ¡Cuando digo mi tesoro, es mi tesoro! ¡Quierooooo miiii tesoroooo!
Tantas ganas tenía de jugar con su tesoro que se enfureció, y la isla tembló.
Los peces perdieron algunas escamas. Las olas creyeron que era la hora de la tormenta.
Hasta el sombrero que tenía puesto al revés, salió volando.
Al final, un lagrimón le resbaló por la mejilla. Tan triste se puso que casi inundó el mismísimo mar. Pero en eso...
—¡Hola papá! –saludó la piratita Brutilda, desde la playa.
—¡Tesoro mío! –se alegró Brutus– Te estaba buscando...
Y los dos pasaron una tarde de lo más divertida, jugando a los indios.